Hasta ahora, los deportivos más potentes combinan prestaciones excepcionales con la tecnología más vanguardista. Por ejemplo, el Hennessey Venom F5 presume de un motor V8 biturbo de 6,6 litros que genera 1.817 CV y alcanza los 484 km/h, con una aceleración de 0 a 100 km/h en apenas 2,4 segundos. A su lado, el Bugatti Chiron Super Sport 300+ eleva el listón hasta 1.578 CV gracias a un W16 de 8,0 litros con cuatro turbocompresores, logrando más de 490 km/h y 0‑100 km/h en 2,3 segundos. No menos sorprendente es el Koenigsegg Jesko Absolut, una bestia sueca de 1.600 CV y diseño aerodinámico optimizado, capaz de rozar los 499 km/h.
Todos estos coches tienen en común una cosa. Utilizan motores de gasolina. A sus fabricantes ni se les ocurriría pensar en montar motores díésel para su propulsión. ¿Sabes por qué? Por otro lado, con la llegada de la electrificación, los motores eléctricos están logrando auténticas barbaridades de potencia y par para estos coches, aunque los puristas ponen como pega que echan de menos el ‘rugido’ del motor.

Parece obvio, pero ¿por qué los deportivos prescinden del diésel?
Aunque los motores diésel actuales logran un equilibrio notable entre rendimiento y eficiencia, su implementación en coches deportivos ha sido históricamente limitada. Originalmente diseñados para vehículos pesados como camiones y autobuses, los diésel destacan por su capacidad de carga, eficiencia y buen par a bajas revoluciones. Su evolución mejoró significativamente con la llegada del turbocompresor, que aumentó su velocidad y respuesta.
En principio, un deportivo podría aprovechar el buen par motor a bajas revoluciones y la eficiencia del diésel, pero este tipo de propulsión nunca se ha visto como idónea para vehículos enfocados a la diversión.
Los motores diésel suelen requerir un bloque motor reforzado con hierro, sobrealimentación compleja y transmisiones más robustas para gestionar el elevado par motor. Ese exceso de masa penaliza la agilidad, el manejo y las aceleraciones, atributos esenciales para un deportivo. Además, los diésel tienen una zona de revoluciones reducida: son más eficaces en par a bajas revoluciones, pero pierden capacidad de respuesta a altas, lo que limita sensiblemente el tacto deportivo.

Un deportivo debe ser emocionante al volante, potente, liviano y contar con un sonido atractivo. Los diésel, al girar a regímenes bajos, producen un ruido áspero, parecido al de maquinaria industrial, que dista mucho de la experiencia musical que se busca en este tipo de vehículos . A pesar de estar técnicamente bien optimizados, siguen siendo percibidos como ‘menos emotivos’ por parte de los entusiastas.
Dado que la eficiencia y el ahorro de combustible rara vez son prioritarios para los compradores de los deportivos, el diésel no ha encontrado un nicho amplio. Los motores diésel requieren componentes más duraderos (y caros) y sistemas complejos contra emisiones nocivas, como bombas de alta presión, filtros de partículas y catalizadores SCR. Esto implica más sistemas a bordo, más peso, más revisiones y más caras y una preocupación añadida por bloqueos urbanos y normativas medioambientales que penalizan su uso en zonas centrales.
Sin embargo, esto no significa que no haya ha habido algunos intentos de crearlos. Históricamente si han existido deportivos diésel de alto rendimiento. El intento más notable fue el Audi R8 Le Mans Concept (2008), equipado con un potente V12 TDI biturbo de 493 CV y 1.000 Nm proveniente del auto de carreras R10 TDI. Aunque no superó la fase de concepto debido a las dificultades de integración (el motor acabó en el Audi Q7 V12 TDI), demostró el potencial.
Otros ejemplos incluyen el popular Golf GTD en Europa, así como versiones diésel del Audi S5, BMW 440d y modelos Alpina. Si bien el mercado estadounidense, menos aficionado al diésel, no recibió estos modelos de alto rendimiento, otros mercados sí disfrutaron de diéseles rápidos durante años.

El auge imparable de los eléctricos
El futuro apunta a los eléctricos e híbridos, que combinan rendimiento, eficiencia, placer de conducción y cumplimiento normativo, un cóctel que la gasolina ya no puede igualar. La creciente electrificación refuerza propuestas en las que la respuesta rápida y la experiencia emocional pesan más que el ahorro por litro. Incluso la Fórmula 1 explora la hibridación de alto nivel, indicando que el camino es eléctrico y la neutralidad en carbono.
La normativa de emisiones tan exigente en Europa y las mejoras en baterías sitúan a la mecánica eléctrica como la opción más lógica. Permiten repartir el peso de forma óptima (el centro de gravedad bajo), proporcionan par inmediato, ideal para aceleraciones contundentes, y no emiten contaminantes locales, lo que les da ventaja frente a cualquier motor térmico. Por ejemplo, fabricantes de deportivos de élite como Porsche han decidido centrarse en eléctricos e híbridos.

En el terreno de los eléctricos exclusivos, el Lotus Evija destaca con más de 2.000 CV, acelerando de 0 a 100 km/h en menos de 3 segundos, consolidándose como el hiperdeportivo eléctrico más potente de producción. El Bugatti Bolide, concebido para circuitos, ejerce como la última obra mecánica con su W16, entregando más de 1 177 kW (1 600+ CV) en producción limitada. El Rimac Nevera, con 1.914 CV, propone una visión distinta: alcanza los 412 km/h y refuerza la transición hacia la alta potencia eléctrica.
También surgen propuestas híbridas revolucionarias, como el Ferrari SF90 XX Stradale, dotado de un V8 biturbo y tres motores eléctricos, que combinan para 1 030 CV y una aceleración fulminante El Lamborghini Revuelto, sustituto del Aventador, asocia su V12 de 6,5 litros con tres motores eléctricos y supera los 1 000 CV, a la vez que explora el equilibrio entre emoción y eficiencia.
Al diésel ya solo le quedan segmentos como camiones o vehículos de largo kilometraje donde sigue siendo una opción eficiente.