Alrededor del 25% de los vehículos que vende Toyota se destinan a Estados Unidos. Ese peso hace que cualquier ajuste de política comercial en Washington tenga efectos inmediatos y de gran alcance sobre los ingresos y la planificación industrial del grupo nipón.
Los aranceles del 15% que aplica Estados Unidos a los vehículos importados desde Japón han obligado a Toyota a revisar con urgencia su estrategia comercial en su mercado más importante. Desde la década de 1950, cuando la marca desembarcó en el país norteamericano, éste se ha convertido en un pilar de su negocio.

Toyota le ve las orejas al lobo
En el último trimestre, la compañía atribuyó a los aranceles pérdidas por valor de 450.000 millones de yenes (unos 3.000 millones de dólares) y proyecta que el impacto anual podría rondar los 10.000 millones de dólares, la cifra más elevada comunicada hasta ahora por una automotriz en este contexto.
Frente a ese golpe, la alternativa más simple es trasladar el aumento del coste a los clientes mediante subidas de precio, pero entraña el riesgo de erosionar la cuota de mercado frente a competidores que opten por absorber parte del sobrecoste. Por ello, Toyota ha optado por una respuesta más ortodoxa: apretar sus márgenes internos y optimizar su estructura operativa.
El fabricante, conocido por su énfasis en la eficiencia productiva, presentó en el segundo trimestre un aumento del beneficio operativo de 305.000 millones de yenes gracias a un paquete de medidas destinado a neutralizar la mayor parte del efecto arancelario.
La hoja de ruta incluyó recortes de costes, campañas comerciales orientadas a potenciar ventas de modelos con mejor margen y una apuesta por rentabilizar más los servicios posventa (financiación, recambios y otros ingresos complementarios). En conjunto, estas medidas permitieron compensar cerca de dos tercios del impacto inicial de los gravámenes.
La reacción de Toyota no es un caso aislado dentro del sector japonés. Mazda, que también depende en gran medida del mercado estadounidense, está reconfigurando su oferta y reduciendo gastos para sostener beneficios. Subaru, cuyo volumen de ventas en EE.UU. supera el 70% de su total, baraja ampliar su producción local. Nissan, que arrastra dificultades anteriores, se encuentra inmersa en un proceso de reestructuración.
La presión es generalizada: la consultora Cox Automotive estima que fabricantes, tanto extranjeros como norteamericanos, han acumulado más de 25.000 millones de dólares en obligaciones arancelarias en lo que va de año, una cifra que se aproxima a los 5.000 dólares por vehículo.
El efecto de los aranceles no se limita a los coches importados: incluso los modelos ensamblados en Estados Unidos sufren la subida de costes por gravámenes sobre piezas y materias primas importadas, especialmente acero y otros componentes críticos. Esa interdependencia de la cadena de suministro complica tomar decisiones a corto plazo.
Fabricar más en territorio estadounidense sería una salida lógica para minimizar el impacto de futuros gravámenes, pero no es una solución inmediata: construir una planta exige años de inversión y consolidación, mientras que las políticas arancelarias parecen variar con rapidez en función de la agenda política de Washington. Esa volatilidad reduce la probabilidad de cambios drásticos e inmediatos en la huella industrial de los fabricantes japoneses.
Históricamente, los fabricantes japoneses han mostrado cierto sesgo hacia la producción nacional. Toyota, por ejemplo, vende proporcionalmente menos en Japón de lo que fabrica allí: mientras que alrededor de una séptima parte de sus ventas se concentran en el mercado doméstico, aproximadamente un tercio de su producción global se mantiene en Japón, pese a los costes más elevados.

El nuevo contexto arancelario podría obligar a repensar esa distribución, aunque cualquier decisión de reubicación requerirá claridad sobre la duración y alcance de los gravámenes. A medio plazo, la tensión entre mantener cuota de mercado y sostener la rentabilidad podría derivar en una mayor concentración de ajustes: más recortes de coste, mayor orientación hacia modelos premium o de alto margen, y un uso intensivo de servicios posventa como palanca para compensar pérdida de ingresos.
También aumentará la presión para acelerar decisiones estratégicas sobre la electrificación y la cadena de suministro de baterías. Si los aranceles encarecen los vehículos convencionales importados, la apuesta por modelos eléctricos fabricados localmente o por componentes críticos producidos en EE.UU. puede ganar peso en la agenda industrial de las marcas japonesas.
Para los consumidores y para la industria, la consecuencia más visible será probablemente un encarecimiento progresivo del parque automovilístico en Estados Unidos: ya sea por ajustes en el precio final, por la transferencia de costes a través de servicios adicionales o por la menor disponibilidad de modelos importados que resulten económicamente inviables. La incertidumbre normativa, además, complica la planificación de inversiones a largo plazo que requieren décadas de horizonte operativo.